A esta hora justa, mientras me hacia el tatuajito del cactus, me robaban la Mac.
Me robaron la Mac. Me robaron la Mac y solo por eso tengo ganas de escribir.
Pueden decirme que es banal, insustancial, egoísta. Peores cosas suceden y a mí no me mueven un dedo. Dos días después del robo, de la sustracción del objeto material tangible tocable visible, incluso olfateable, más grande que he tenido, falleció la madre de una amiga-conocida mía. Me sentí mal. Me sentí egoísta porque me sentía mal por el robo de algo tan sustituible como una MacBook Pro (que son todas iguales, aunque en el fondo no). La pérdida de una madre contra la pérdida de mi Mac. Me dio verguenza. Hasta que comprendí, después de varias mañanas en que no me acababa de levantar de la cama, pensando cómo, por qué me afectaba tanto algo que no podía ni ser sometido a una objeción. Me condené. Mi actitud era imperdonable solo por pensar que yo también me estaba sintiendo mal. Hasta que comprendí: aquello me estaba sucediendo a mí. Mi pérdida era, es, una pérdida temporal, momentánea, recuperable, pero es mi pérdida. Y como tal, la siento mía, en primera persona del singular. Entonces, después de aclarado el asunto, pude llamarme egoísta y hasta insensible, no porque no sintiera la pérdida irrecuperable de la madre de esa amiga-conocida, sino porque en una situación así, mi pérdida recuperable me estaba doliendo más. Pude asistir a mi propio juicio final y declararme culpable. Y solo entonces pude reconciliarme conmigo misma. El sentimiento de culpabilidad, por ser consciente de que mi dolor aunque mayor era, comparado con el otro, una insignificancia risible, me dejaba en paz.
Mi deseo confesable, porque se lo contaba a todo el mundo, era robar en una tienda de noche. Aun no entiendo por qué me emociona de esa manera la idea. No sé si es por coger cosas sin tener que pagarlas (que supongo que sea la intención mayor de un robo), o porque corro riesgos y correr riesgos a veces es divertido, o porque padezco de síndromes de acaparamiento. No sé. Pero ese era mi deseo. Y digo era porque desde que me robaron la Mac, el día justo en que cumplí 27 años, el chiste no me hizo más gracia.
El deseo empezó por los libros. Algo común y a veces hasta loable para los del oficio. Hemingway dijo en París era una fiesta que robar libros no es robar. No lo dijo así exactamente, obvio, era Hemingway; pero esa es la idea esencial de lo que dijo. Cuando leí aquello, en vez de vender discos en los portales se vendían libros y yo era una estudiante de periodismo, hija de bibliotecaria, que cogía el dinero de su estipendio para ir a tomar helado al Coppelia o “ir de compras” a las librerías. Siempre, siempre casi siempre, me llevaba algo de la colección Diente de leche o Veintiuno de Gente Nueva.
En fin, que la primera vez que me robé algo, un libro, porque a pesar de mi deseo soy pésima en ello, fue en la propia casa del autor del libro. Y cuando meses después le conté me dijo que no tenía gracia, que era muy fácil, porque él tenía muchos como esos. Lo gordo era, precisamente, robarse algo gordo. Fue ahí cuando se me ocurrió robar en una tienda. No en un banco porque robar en un banco es robarse dinero. Yo no quiero dinero, yo quiero cosas.
Llegué por la noche de una vuelta por mi cumple. Había propuesto con mis amigos montarnos en un barco, en un avión, lanzar una botella al mar con mensajes nuestros dentro (eso sí lo hicimos), tirarnos de un paracaídas (esto lo pensé pero me pareció un poco irreal y me lo quedé callado), cualquier cosa. Nadie me hacía caso. Dije ya sé, vamos a hacernos un tatuaje, y todo el mundo ay sí, sí, sí, un tatuaje, dale, qué divertido. Busqué en mi Mac el diseño del tatuaje que tenía hace tiempo guardado y lo copié a mi teléfono. Un cactus. A pesar del subidón del momento, yo sí sabía lo que quería tatuarme.
Todo lo que quería era tatuarme un cactus, lanzar una botella al mar con unos amigos y volver a casa a ver una película para terminar en paz a las 12 de la noche uno de los mejores cumpleaños de mi vida. Para que al otro día pensara, como pienso siempre, faltan 364 días para mi cumple, me falta todavía para ponerme más vieja.
No hubo película. O sí, un sinfín de policías entrando a mi casa, una vecina haciendo café, Maigret preparándome tila, los gatos nerviosos, Dartañán y Habana dormidos en el sofá, interrogatorios, denuncias, actas de denuncias, peritaje, huellas, policías pidiendo café, policías cuestionando en mala forma el reguero del cuarto (reguero que yo misma había provocado buscando la Mac, bueno, las dos Macs, porque robaron dos, una MacBook Pro y una MacBook Air), una teniente genial con paciencia y mucho aguante, una perito inepta, más declaraciones. Seis horas de surrealismo en mi vida.
No quería dormir. Dormir significaba tener que despertar y caer en la cuenta con la cabeza fría de que en serio me habían robado la Mac dentro de mi propia casa el día de mi cumpleaños.
Desde entonces, hace días, duermo mal. La teniente me ve tomando gotas homeopáticas para la migraña y me dice que no me preocupe, que el ladrón no volverá a casa y menos después de todo el desfile policial. Yo le digo gracias porque en medio de todo esto alguien intenta hacerme sentir bien sin tener que decirme que más se perdió en Cuba. Pero la teniente no sabe que la migraña no es porque pueda entrar otra vez el ladrón a casa. La verdad la verdad, pensarlo no me da ni miedo. La verdad la verdad quisiera tenerlo frente a mí y decirle que se llevó las fotos de cuando recogí a mi gato todo mugriento y desnutrido y feo; y después engrifar a Mefistófeles y que se lo coma vivo.
La teniente no sabe que la migraña es por la consciencia de mi pérdida, por el dolor de mi pérdida, de la Mac con todo lo que tenía dentro. Entonces vuelvo al proceso incial. Sé que hay pérdidas peores pero esta es mía. Me siento culpable, y me siento en paz.