musaraña


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Instatáneas del técnico

La profesora de buena fe se presenta delante en el matutino -acto digno de admiración por valentía- y comienza a elaborar un discurso sobre la importancia de la protección del medio ambiente. Cien muchachos de 15, 16 y 17 años no tienen ni que fingir que no la escuchan, porque el resto del claustro tampoco lo hace.

La directora se pasea con un palo en la mano por los pasillos, si siente algarabía, entra al aula y da con el palo sobre una mesa. Todo el mundo salta, incluida yo, la profesora, que tengo que esperar a que termine de dar con el palo en la mesa, suelte su sermón-para-nada y me deje continuar la clase sin pedir siquiera disculpas por la interrupción.

El profesor pepillo -celular en mano, gargantilla de oro, súperhebilla en el cinto- entra al aula mientras hablo de Sor Juana Inés. No pide permiso, solo entra, se dirije a la última mesa donde se sienta la alumna pepilla -cara, cartera y zapatos bonitos- y le pide que por favor le preste su teléfono. Ella le dice que para qué lo quiere. Él que para llamar rapidito, ella que no invente tanto, y yo que si él no entiende que estoy en clase. Se encoge de hombros y sale. Al minuto, se arrima a la ventana e insiste.

La profesora de guardia viene y me regaña -parezco una alumna más- y me grita desde el otro extremo del pasillo que porqué dejé salir a los muchachos quince minutos antes de que acabara el turno. Porque ya terminé, y no tiene sentido dejarlos alborotando hasta que suene el timbre. Pues ahora vas corriendo pa´ la dirección y se lo dices tú mismitica a la directora, que no voy a ser yo quien pague tus platos por soltarlos temprano, que es contra el reglamento. Está bien, yo voy. Y me dirijo a la oficina principal, pero está vacía.

Una hora después, la misma profesora se acerca despacio, habla bajito y me pide que suelte a los muchachos ya (es otro grupo), que son las cinco de la tarde y ellos viven lejos, imagínate.

Pobrecita, está de guardia, y está obligada a ser la última en abandonar el centro.


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Decepción de profesora

Hace un par de meses terminé mi año de experiencia como profesora de Español-Literatura en un técnico medio de Informática, Gestión Documental y Secretaría, en pleno Centro Habana. Creo que ya es hora de hablar de ello.

Entré con la ilusión romántica de enseñar Literatura, de recomendar libros adecuados a mis alumnos de 15 años, de crearles una conciencia en torno al hombre y su contexto, de mostrarle períodos de nuestra historia post-revolucionaria que ellos no conocen (los sesenta, quinquenio gris, período especial). Decidí, bajo mi responsabilidad y sin comunicarlo a la cátedra de la asignatura, salirme un poco de la literatura clásica del programa (La Ilíada, Decamerón, Don Quijote, Romeo y Julieta, Tartufo) y leí en clase pasajes de No hay que llorar, de Arístides Vega Chapú, de Canción de amor en tierra extraña, de Guillermo Rodríguez Rivera, de la antología Tejidos, de Eduardo Galeano, crónicas de blogueros de la Facultad de Comunicación, algunos poemas de Alexis Díaz Pimienta,  y otros tantos de Rubén Martínez Villena.

Al final del curso, hice algo así como un PNI (Positivo, negativo, interesante). Los resultados se resumen en esta frase:
«La profesora habla y lee mucho en clase, eso aburre.»


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Mi noche con Habana Abierta

Desde que se anunció el concierto de Habana Abierta (anunciado primeramente en el Karl Marx) me hice la idea de que no podría ir. Esas entradas ya están compradas. Después que en el Karl Marx no, que en el Salón Rosado –sin dudas el mejor lugar-  y ahí me dije esta es la mía, aunque tenga que entrar cruzando la cerca del costado de la Tropical, como hacía casi todos los viernes de electrónica, con 16 años y sin miedo a caerme.

Mandé a mi madre a fajarse en la cola de la venta de entradas en el cine La Rampa. No consiguió, pero sí el teléfono de la muchacha encargada de las ventas, ¡adoro a mi madre! Se encargó además del trámite por teléfono y “cuadró” para recoger las entradas a las ocho en casa de la muchacha. De ahí, le pasó la bola a Albita, que finalmente tuvo en su mano las papeletas con la pegatina Habana Abierta para el viernes a las nueve.

Pensé que no tendría mi entrada, y la tuve. Pensé que podría ¡al fin! ir al concierto, y no pude.

Me pasé la noche contándole a un enfermero cómo nos perdimos en Guajaibón, cómo cruzamos el río para acampar en Canasí, cómo este año subí el Turquino… mientras escuchábamos un par de temas de Habana Abierta, para no sentirnos fuera.