La profesora de buena fe se presenta delante en el matutino -acto digno de admiración por valentía- y comienza a elaborar un discurso sobre la importancia de la protección del medio ambiente. Cien muchachos de 15, 16 y 17 años no tienen ni que fingir que no la escuchan, porque el resto del claustro tampoco lo hace.
La directora se pasea con un palo en la mano por los pasillos, si siente algarabía, entra al aula y da con el palo sobre una mesa. Todo el mundo salta, incluida yo, la profesora, que tengo que esperar a que termine de dar con el palo en la mesa, suelte su sermón-para-nada y me deje continuar la clase sin pedir siquiera disculpas por la interrupción.
El profesor pepillo -celular en mano, gargantilla de oro, súperhebilla en el cinto- entra al aula mientras hablo de Sor Juana Inés. No pide permiso, solo entra, se dirije a la última mesa donde se sienta la alumna pepilla -cara, cartera y zapatos bonitos- y le pide que por favor le preste su teléfono. Ella le dice que para qué lo quiere. Él que para llamar rapidito, ella que no invente tanto, y yo que si él no entiende que estoy en clase. Se encoge de hombros y sale. Al minuto, se arrima a la ventana e insiste.
La profesora de guardia viene y me regaña -parezco una alumna más- y me grita desde el otro extremo del pasillo que porqué dejé salir a los muchachos quince minutos antes de que acabara el turno. Porque ya terminé, y no tiene sentido dejarlos alborotando hasta que suene el timbre. Pues ahora vas corriendo pa´ la dirección y se lo dices tú mismitica a la directora, que no voy a ser yo quien pague tus platos por soltarlos temprano, que es contra el reglamento. Está bien, yo voy. Y me dirijo a la oficina principal, pero está vacía.
Una hora después, la misma profesora se acerca despacio, habla bajito y me pide que suelte a los muchachos ya (es otro grupo), que son las cinco de la tarde y ellos viven lejos, imagínate.
Pobrecita, está de guardia, y está obligada a ser la última en abandonar el centro.